A pesar de los esfuerzos realizados a lo largo de toda la historia para ordenar el caos urbano, este sigue implícito, insalvable y es cada vez mayor. La ciudad es nuestro mejor logro como especie y la hemos construido a nuestra imagen y semejanza. El desequilibrio está servido porque no hay ser humano perfecto y es probable que el desequilibro sea necesario para que todo funcione.
Hay a quienes nos gusta vivir aquí, literalmente gastando nuestro tiempo, vendiéndolo, exprimiéndolo hasta el límite y señalando en nuestras agendas el deber, el tener, incluso el querer. En la ciudad todo está medido, contado, controlado en la superficie y descontrolado en lo profundo y nosotros vivimos exhaustos, exitosos, vencidos a veces, pero aún así dispuestos. Porque cada día es una promesa en la que creer a ciegas y a pesar de no tener tiempo, tenemos la fe y la paciencia de esperar que se cumpla. Porque llegamos aquí para realizarnos, para ser quienes queríamos ser. Nos protegimos entre sus muros y aquí nos quedamos. Atrapados, absorbidos, hipnotizados, a veces queriendo escapar, pero siempre deseando volver, porque la ciudad deja algo en nosotros que nos arrastra hacia ella, algo que no sabemos ni siquiera explicar, ni nosotros, ni nadie. “La ciudad está en mí como un poema que aún no he podido contener en palabras” decía Borges.
Hemos representado la ciudad de mil formas, como utopías en el pasado y como distopías en el presente. La ciudad ha sido el foco de nuestros mayores anhelos como sociedad y ahora también el de nuestros miedos. La continua representación de este hábitat, a lo largo de los siglos, ha sido la inspiración para darle forma y convertirla en lo que es hoy: un texto a medias. Hoy hay que despojar nuestro imaginario de las murallas y las piedras para verla vacía, en blanco, como una oportunidad resplandeciente para ponernos a escribir de nuevo. Hay que mirarla con ojos de niño y recordar que la construimos para poder estar juntos, lejos de lo temido. Que las leyes, los edificios, las calles… todo lo hicimos, todo lo diseñamos, con el único fin de no estar solos, de ser felices. Debemos tapar los huecos, adorar las ruinas y aprender a vivir en ellas.
Estamos casi obligados a reinterpretar lo que nos rodea y a recuperar el sentido más amplio y filosófico del término habitar. Habitar para ser, habitar para cuidar. Habitar para después construir. Puede que debamos inventar nuevas palabras para poder llamarla, además de infraestructuras nuevas, leyes nuevas, nuevas relaciones y nuevos afectos, pero no debemos perder la memoria. La ciudad fue nuestro refugio durante siglos y es nuestro destino inexorable.
Hoy es un entorno hostil, en el que es difícil vivir porque hemos centrado todos nuestros esfuerzos en diseñar un producto que poder vender, en lugar de un lugar en el que poder vivir. Hemos dejado de lado los afectos, hemos olvidado tejer redes que nos sostengan cuando todo se tuerce. Hemos vendido lo mejor que teníamos, el amor y el tiempo, a cambio de la nada. De dinero. La balanza se ha inclinado hacia el mercado y ese es el único desequilibrio que la ciudad no puede sostener.
Pero estamos a tiempo. Podemos proyectar la ciudad que queremos, como muchos lo hicieron en el pasado. Tomás Moro, Platón, Constant, Howard…, todos imaginaron su ciudad perfecta, imaginemos también nosotros la nuestra. Seguro que aprenderemos de ello y hasta puede que seamos capaces no solo de representar la ciudad que queremos sobre un papel, sino también de construirla, de convertirla en lo que realmente deseamos y no en lo que otros nos dijeron que tenía que ser.
Natalia Cisterna
Estrategia e innovación en Soulsight
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