La risa es innegociable, nos enseña Grimaldi, porque es, al mismo tiempo, el resultado de nuestro sufrimiento y nuestro lugar de resistencia. Reímos porque amamos vivir, pero también y, sobre todo, porque necesitamos sobrevivir. Reímos para contrastar la estupidez de nuestras propias ideas y también para poner de manifiesto la estupidez de los demás. Reímos porque tenemos hambre, y porque no logramos amar, y porque vamos a morir. Para sobreponernos a nuestra hambre, para volvernos más dignos de amor, para olvidar que somos mortales. Reímos porque estamos convencidos de que en el centro de esa criatura que somos, hay algo más digno de compasión que de su contrario. Reímos para castigar y para restaurar, reímos porque las cosas son importantes, no porque las consideremos frívolas.
No hay nada tan importante como lo que ponemos en el punto de mira de la risa. Cuando reímos reconocemos esa importancia, pero también –como en un gesto mágico– nuestro deseo de evitar ser aplastados por ella. Reímos colectivamente aunque estemos solos, encerrados en una habitación. Reímos porque conformamos esa comunidad, pero también para que no nos asfixie su pertenencia. Nadie hubiese ido nunca a una guerra y hubiese matado por una nación, una religión o una idea de la que hubiese podido (también) reírse.
La risa no mata personas, las reconstruye, les hace alzarse de nuevo. Incluso la risa diseñada para herir, aun cuando nos convertimos en la diana de una risa hiriente: qué llena de ideas y de información está esa risa, qué increíble tesoro de reconocimiento se da ahí, a nuestra disposición. Es como el regalo inadvertido de nuestros enemigos, el tiro por la culata en su máxima expresión. Y a la inversa: nada como no ser capaz de reír para saber que hay allí algo fallido, algo que no hemos sabido resolver, en lo que hemos hecho trampa, algo atragantado e interpuesto entre nosotros y la vida.
Lo democrático es la risa, lo autoritario: prohibir la risa (de los demás). Y por lo mismo: quien desconfía de las ideas, desconfía de la risa. Quien desconfía de la libertad, desconfía de la risa. Quien no está realmente convencido de las ideas o de la religión que asegura profesar siente que la risa las pone en compromiso; si estuviera realmente convencido, si realmente tuviera fe, no lo sentiría, por eso prefiere disparar al que ríe, es más fácil matar al testigo del oprobio que hacerse cargo de la propia duda. La risa es la confirmación de nuestra inteligencia, no de nuestra estupidez.
La risa es la demostración de nuestra adaptabilidad, no de nuestra flaqueza. Quien aprende a reír de sus propias ideas las fortalece, no las debilita. Quien aprende a escuchar la risa de los demás —también la risa que no le hace gracia o le ofende– amplía su mundo, no lo reduce. Quien comprende que todas las cosas son esencialmente risibles en última instancia, no degrada y simplifica el mundo, sino que lo llena de matices y complejidad.
Pero estamos en un momento crucial y cada vez más peligroso. En el horizonte, y cada día más cerca, toda una siniestra cabalgata de jueces, de falsos revolucionarios, de enemigos de la vida, de puritanos de la última ola, de moralistas, han sentado a la risa en el banquillo. Son los que desconfían de sus propias ideas. Los que tienen miedo al otro. Los que prefieren la adulación a la franqueza, la obediencia a la crítica. Los que solo hablan en términos de nosotros y ellos.Los que prefieren escandalizarse a comprender. Los que tienen siempre en la mano el arma o el código penal. Los que prefieren agredir a examinarse. Tienen solo un recurso: fingen hablar de sentimientos para sentirse heridos. El suyo es un teatro sentimental blindado. Se parapetan tras los sentimientos para no hacerse cargo de unas ideas de las que no están seguros o, peor, que saben fraudulentas. Creen que los sentimientos les hacen irrefutables, cuando en realidad es solo que sus ideas son demasiado endebles.
Por eso, por cada Hamlet que ha hecho el mundo inhabitable, siniestro y sospechoso, necesitamos un Falstaff que lo llene de oxígeno. Por cada enajenado don Quijote, capaz de llevarnos a una guerra para defender una entelequia, necesitamos un Sancho que nos recuerde que necesitamos una casa y un plato. Por cada juez pistolero dispuesto a judicializar cualquier cosa que agreda a sus principios, necesitamos un humorista que ponga de manifiesto lo sospechosos que son también esos supuestos defensores de la rectitud. Y cuanto más fuerte se escuche la risa de los viejos y las viejas oprimidas, tanto mejor, cuanto más se oigan las carcajadas de todas esas personas a las que por paternalismo, cobardía o machismo, hemos considerado inferiores, más hermosa será la sinfonía.
Grimaldi el payaso es, al fin y al cabo, nuestro rescate y nuestra víctima propiciatoria. El que decide inmolarse demostrando que su vida es esencialmente una farsa, para que todos nosotros vivamos convencidos de la importancia y dignidad de la nuestra. Grimaldi es aquel al que no le importa parecer menos que un hombre, pero solo para convencernos de que nosotros lo somos. Es el pajarito de la jaula en la mina: la única criatura capaz de informarnos si nuestro mundo se ha vuelto irrespirable. Que nuestra ceguera y nuestra obcecación no nos impida ver quién es el verdadero héroe de nuestro tiempo: quién quiere soldados, traedme a Grimaldi, el payaso.
Por Andrés Barba
Extraído de En qué consiste la vida buena. Vol. I. Después del fin del mundo.