El odio suena a color negro, a café solo, a rabia. O al menos a eso me suena a mí. El odio aprieta y apretuja pero también te lanza a correr. El odio inspira y espabila y, ¿qué está pasando?, qué arma tan afilada es eso.
Como ciudadana de internet siento que el odio es un campo de minas en el que vamos dejando unas migas que arrasan con ciudades enteras, lo que hablas estando dentro y fuera: la otredad y los discursos de odio. Nunca antes nadie se hubiese planteado como un tuit podría acabar con colectivos y con luchas planteadas desde la tierra, a través de una pantalla que no solo nos separa sino que nos deshumaniza. Es la libertad del enmascarado lo que libera el odio.
El odio es un impulso, algo inmediato, no es una reflexión. El odio produce adicción y contagia la energía, es una certeza ciega de algo que sacude. Unas convicciones que cada vez más están desdibujadas, taladradas en escayola, porque parece que lo importante es la fachada, el cómo luce el personaje desde fuera. Si estás en la conversación o no. Nos ayuda a vivir en competición, a desahogarnos en sociedad. Y con saber un poco de todo pero nada de mucho nos vale.
Reflexionar quita energía, nos desgasta y muchas veces no encontramos la razón para destinar tiempo de nuestra agenda en ello. Sin embargo, odiar parece que la insufla.
Desde pequeños ya tenemos unas armas multiformes a la altura del scroll y las usamos porque estás dentro o estás fuera de la conversación, de esa realidad o de esa guerra. Pero, ¿cómo podemos combatir el odio?, ¿cómo aprendemos a sostener cosas pesadas? Cosas que necesitan un fundamento, una profundidad, una reflexión sobre si lo aceptamos como certeza o lo ponemos en duda.
Me llevo planteando estas preguntas desde los trece y aún no las tengo muy claras. Porque fuera hay mucho texto, estamos rodeados de contenido, pero dentro de nuestras mentes, en ocasiones, nada tiene sentido. El odio se ha convertido en un refugio en un mundo de competitividad, una necesidad de supervivencia que nos lleva directos al abismo de la soledad. Hemos normalizado desahogarnos desde sus mecanismos y formar parte de él, movernos en el odio y, en definitiva, serlo.
En un momento social en el que nadie entiende el relato que se está poniendo sobre la mesa el odio está campando a sus anchas, porque no encontramos narrativas que nos representen y nos den aliento.
Lucía Acedo
Estrategia e Innovación en Soulsight