Como seres interdependientes estamos a la merced del cuidado de otras personas, esta es la naturaleza humana, es nuestra condición. Hemos crecido y sobrevivido porque hemos recibido el cuidado y el afecto de otros. La presencia o la ausencia de dicho afecto y cuidado condiciona en gran medida nuestra felicidad o tristeza, pero lo que realmente condiciona es nuestra evolución como seres humanos y como sociedad.
Nos necesitamos, un corazón generoso y que no tiene miedo abraza esta verdad fundamental. Darwin lo sabía, y aunque su teoría de la selección natural ha sido erróneamente interpretada y difundida como una justificación biológica de la agresividad, “la supervivencia del más fuerte o apto” como único principio organizador de la vida, justificando ideologías políticas y económicas que han dado pie a nuestro modelo económico y social actual, es incompleta. Su teoría, además se refiere a la idea de supervivencia del más amable. Una aproximación integradora de la fuerza y el amor.
Sus estudios reflejados en el tratado sobre la evolución humana, El origen del hombre y la selección en relación al sexo, Darwin (1871), enuncian que las especies con gran funcionamiento social tendrían la compasión como instinto central, “por complejo que sea su origen, como es de gran importancia para todos aquellos animales que se ayudan y defienden mutuamente, (la compasión) habría aumentado por selección natural; porque aquellas comunidades que incluyen el mayor número de miembros más compasivos, habrían florecido mejor y criado el mayor número de retoños”.
Durante décadas, hemos crecido convencidos de que lo importante era la fuerza del individuo frente a la del colectivo, la competición frente a la colaboración. Ser buena persona se ha llegado a ver en muchos casos como una falta de inteligencia, “de bueno que eres pareces tonto”. Hemos perseguido sin sentido una meta que partía de una premisa errónea y que desintegra nuestra esencia. Esta realidad nos ha influido, y el reflejo es que somos una sociedad egoísta y decadente en muchos aspectos. Lo social, nuestra naturaleza, se está quedando sin el lugar biológico, social, político o económico que le corresponde. Aceptar esta premisa nos enferma y además nos impide resolver los retos que nuestro tiempo presenta.
Además, el miedo que se ha instalado en nuestras vidas refuerza este relato del “sálvese quien pueda”. Un miedo sutil, imperceptible y aparentemente inofensivo del que es muy difícil librarse, ha tejido su red con un fin, separarnos, alejarnos, para hacernos todavía más frágiles.
Aunque el miedo sea prácticamente invisible, está presente en nuestro día a día. Suele aparecer en los momentos en los que queremos o necesitamos tomar decisiones, es astuto y no quiere hacerse notar pero claramente se manifiesta a través de la ansiedad, del estrés o incluso de la frialdad que tenemos frente a determinados acontecimientos, situaciones o, lo que es peor, personas.
Un ejemplo (hay muchos más), podría ser ese sentimiento que nos sobrevuela ante tantas injusticias próximas y lejanas que nos invita a pensar que conviene “mirar para otro lado” como si lo que aconteciera no fuera con nosotros, “bastante tengo yo ya con mi vida como para hacerme cargo de los problemas del mundo” y que a veces incluso nos hace creer, que nuestra capacidad para cambiar o impactar es sumamente limitada, susurrándonos muy bajito “no eres capaz de cambiar ni intervenir en tu vida, como para hacerlo en los grandes problemas, preocúpate por lo tuyo, olvídate y disfruta”. Estos pensamientos que todos tenemos en algún momento son humanos, aunque paradójicamente nos alejan de nuestra humanidad y de uno de los valores que nos han permitido progresar y llegar hasta aquí, la compasión.
Estamos cultivando la frialdad
Herman Hesse ya nos advertía que “no hay más realidad que la que tenemos dentro, por eso la mayoría de los seres humanos vivimos tan irrealmente, porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su ser interior manifestarse”.
Además del miedo, la tecnología ha impactado en nuestras vidas cambiando nuestra forma de relacionarnos. Nos ha facilitado muchas cosas, pero ha incorporado la normalización de la distancia, del desapego y ha facilitado, de alguna manera, la falta de amabilidad a la hora de interactuar con los demás. Lo asíncrono no favorece una correcta interpretación del contexto, que muchas veces complementa y da sentido a la palabra y al mensaje. La capacidad de leer las emociones del otro se pierde, decimos y escribimos cosas que no diríamos ni escribiríamos si tuviéramos a esa persona delante, y lo peor es que no somos conscientes ni nos hacemos responsables del impacto que esas acciones o palabras tienen en el otro.
La conversación y la conexión humana se están deteriorando, esa sensación de “estoy más conectado que nunca pero me siento sólo” se ha instalado en la vida de muchas personas y cuando vives aislado es más complicado cultivar la compasión y sentir o crear vínculos con los demás.
El teletrabajo, uno de los últimos “grandes cambios”, ya está influyendo en nuestra manera de relacionarnos y terminará teniendo un impacto del que todavía hoy no somos conscientes. Primamos la conveniencia personal y la flexibilidad con argumentos como “hay que confiar en nuestros equipos” o el “que cada uno trabaje desde donde quiera”, sin darnos cuenta de que anulando la fricción, el roce, el encuentro con el otro, las oportunidades que tenemos para re-conocernos, para conectar de forma sincera y profunda disminuyen por completo. Probablemente haya beneficios y ahorros vistos desde el prisma del negocio, pero muchos menos desde la “cultura de la vida”. Esto sucede por nuestra falta de reflexión profunda y crítica sobre los desafíos. De nuevo, pensamos en el interés individual frente al interés colectivo.
Nos pasa a través de las pantallas, pero desgraciadamente también nos pasa sin ellas. Vivir desde ahí es anular nuestra humanidad. Aterra pensar que hay colegios donde la empatía es una asignatura, porque los niños no son capaces de ejercitarla. Nunca esta demás reforzar, insistir y dar herramientas, pero cuanto menos invita a la reflexión, ¿por qué actuamos como robots?, ¿por qué hemos renunciado a cultivar nuestra alma?, ¿qué nos ha llevado hasta aquí?
“Presente en cuerpo, pero ausente en espíritu, el paciente yace en el diván, avergonzado de su propio daimon por los potenciales de su alma que no deja de manifestar. Se siente internamente subversivo, imaginando en su pasividad extremos de agresión y deseo que deben suprimirse. La solución: más trabajo, más dinero, más bebida, más ejercicio, más cosas”.
—Hillman, The Soul´s Code.
Estamos cultivando la frialdad y lo estamos haciendo de nuevo sin ser “aparentemente” muy conscientes. La frialdad es la indiferencia, es el egoísmo, es centrarse en el interés particular en vez de hacerlo en lo común, es estar al lado de los demás sin darse cuenta de los demás, es considerar a los demás como puras cosas, avatares, herramientas, medios, seres sin alma, es anteponer la eficiencia y la comodidad, impidiendo dar espacio a lo diferente, a lo que incomoda, a lo que nos hace crecer como personas y también como sociedad.
¿Por qué es crucial recuperar y cultivar la compasión?
Comparto con Esquirol que “el movimiento más humano es el de cuidarnos” así como la conveniencia de regresar a lo más básico, a lo más fundamental y recordar que a pesar del miedo, de la tecnología, y de la manera en la que decidamos relacionarnos, la evolución nos ha demostrado durante civilizaciones que lo inteligente es estar en el mundo de forma más compasiva, de una forma donde el otro tenga su lugar, donde se sienta mirado, comprendido, donde lo que le suceda a los demás, estén cerca o estén lejos nos preocupe, nos importe, y nos mueva a la acción. En definitiva, sentirnos reconocidos como personas valiosas y a la vez vulnerables, porque desde ahí es de donde hemos avanzado como civilización.
La compasión nace de la empatía, y aunque a veces tendemos a pensar que se trata de lo mismo, va mucho más allá, porque además de incluir la intención, ese sentimiento que nos hace resonar con el dolor ajeno, también incorpora la motivación por mitigar el sufrimiento actual y futuro, activando zonas del cerebro diferentes.
La empatía activa las zonas relacionadas con el dolor, mientras la compasión activa las zonas del cerebro relacionadas con el amor, la pertenencia y la gratificación. Pasar a la acción es lo que también define nuestra humanidad. Somos seres creadores y estamos llamados a crear y a responder ante lo que es injusto o no funciona. Así lo hemos demostrado en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de la humanidad.
Afortunadamente y aunque nos resistamos, nunca estamos realmente libres de la compasión. Todos los seres humanos, compartimos el deseo, en lo profundo, de ser felices y no sufrir. Es conectando con otras personas, poniéndonos al servicio de los demás, cuando nuestras vidas importan, nos trascienden y adquieren valor y propósito. Este es el poder de la compasión.
Evidenciar el espacio que ocupa en nuestras vidas también puede ayudar, empezando por ver cómo se refleja en nuestras decisiones estratégicas y también en las cotidianas de nuestro día a día, como por ejemplo algo tan sencillo como saludar. ¿A cuántas personas saludamos a diario, en el trabajo y fuera de él, con una sonrisa de acogida? Os asombraría la respuesta y la cantidad de personas que nos dicen en los proyectos de cultura que lo único que piden es un saludo de buenos días cuando un compañero pasa por delante. Hemos llegado hasta subestimar el poder de un saludo y de una sonrisa, paradójico que nosotros ya no nos saludemos y que sí que lo haga una IA como Siri, otro hecho que nos tendría que hacer reflexionar.
Ampliar el círculo de la compasión
Ampliar nuestro círculo de compasión es alimentar el deseo de contribuir al bienestar de todos, es apostar por el progreso positivo de la humanidad, es evitar a toda costa cualquier atisbo de frialdad, es recuperar los lazos que nos unen y que se producen cuando nos relacionamos mirándonos a los ojos, es incluir en “todos” no sólo a nuestros seres cercanos y queridos sino también personas menos cercanas e incluso desconocidas, y por qué no, personas difíciles para nosotros, esas personas que nos incomodan y de las que probablemente desconozcamos los motivos que les empujan a comportarse como se comportan, porque hasta de esas personas deberíamos tener compasión.
Es vital para nuestra evolución y es vital para la democracia como apunta Martha Nussbaum en sus numerosas investigaciones, «la compasión es un tipo de lealtad a la humanidad en donde se reconoce que otros son frágiles y que necesitan de nuestra asistencia más allá de su clase, género, raza o religión. De esta comprensión de nuestra radical vulnerabilidad y de la idea que todos tenemos la misma dignidad, independientemente del lugar que ocupemos en la sociedad, del partido político al que pertenezcamos, de nuestro grado de inteligencia o de los estudios que tengamos, surge la acción benevolente. La dignidad nos hace iguales, y este reconocimiento es base para construir una ciudadanía compasiva. Pero el asunto importante aquí es que la gente lo sienta así, es decir, que vincule sus emociones a esta consideración moral, y no sólo realice un ejercicio racional de comprensión de estas realidades humanas”.
A través de este acto reconocemos nuestra humanidad, y honramos lo que otros seres humanos demostraron en el pasado desplegando su compasión para que hoy tú y yo, personas que ellos no conocían, estemos aquí. Si la compasión ha sido motor de cambio, transformación, progreso, si ha funcionado como una invitación a la acción durante siglos para mejorar la vida de las personas, ¿por qué no invertir tiempo en nuestras reflexiones personales y profesionales desde la empresa sobre cómo expandir la compasión?, si cómo apuntaba Darwin es una ventaja de sostenibilidad, ¿por qué no está presente en nuestros procesos de innovación?
Son numerosos los autores que nos sugieren formas de cultivar la compasión, la mayoría pasa por abrirnos a una vida introspectiva de reflexión y autoconocimiento, una vida espiritual en cualquiera de sus manifestaciones o formas que elijamos, reconociendo que somos cuerpo y alma, vulnerables e imperfectos, y que la compasión hacia nuestra propia vida y hacia la de los demás nos llevará a un futuro más prometedor. Ese sentido de trascendencia y de legado es, entre otras cosas, lo que a día de hoy nos diferencia de la máquina, quizá si le diéramos al cultivo del espíritu el sitio que le corresponde nuestra humanidad florecería con un mayor potencial, liberándonos de la cárcel que ya vislumbraba Einstein, ampliando nuestro círculo de compasión.
“El ser humano es parte del todo que llamamos universo, una parte limitada en el tiempo y en el espacio. Está convencido de que él mismo, sus pensamientos y sus sentimientos, son algo independiente de los demás, en una especie de ilusión óptica de la conciencia. Esa ilusión es una cárcel para nosotros, nos limita a nuestros deseos personales y a sentir afecto por los pocos que tenemos más cerca. Nuestra tarea tiene que ser liberarnos de esa cárcel, ampliando nuestro círculo de compasión, para abarcar a todos los seres vivos y a toda la naturaleza”.
—Albert Einstein.
Nota: El texto que acabas de leer no persigue sentar cátedra, soy consciente de la dificultad y los matices de un tema tan apasionante como el aquí descrito. Comparto mis reflexiones incompletas e inexactas con el objetivo de ser fiel al camino que emprendí hace años buscando el conocimiento y la verdad. Estaré feliz de recibir tus comentarios, aportaciones y críticas para acercarme a mi destino. Aún así, espero que lo disfrutes. Feliz día.
Carmen Bustos
Socia Fundadora en Soulsight